PERCY PÉREZ, 4º ESO A
No quise hacerlo, pero disparé. Mis
manos temblaron y el arma se deslizó hasta el suelo. Mi cabeza daba vueltas,
veía borroso y no me creía lo que estaba pasando, había matado a alguien.
Vi la sangre de mi “víctima” caer
desde su frente, donde le había disparado, hasta su barbilla, que goteaba.
Caí al suelo por el mareo y lloré. No
tenía ningún motivo para llorar –pensé- pero, después de haberle quitado la
vida a mi supuesto enemigo, solo sentía dolor y arrepentimiento.
Mientras que lloraba en el suelo,
escuché sirenas de policía a lo lejos, que venían seguramente a por mí. Mi
mente dudaba entre quedarme o huir, ir a la cárcel o seguir con mi propósito.
Cuando cumplí dieciocho años, un amigo
de mi hermano contactó conmigo. Yo no era muy popular en el pueblo, tampoco
pertenecía a un grupo concreto. Aquel hombre me habló de las ideas
independentistas, de todo lo que tenían planeado hacer para conseguir la
“libertad”. En ese momento todo me pareció coherente, unirme a la lucha para
conseguir el bienestar de mis seres queridos, de mi pueblo y de todos los
vascos, convirtiéndome, junto a los otros, en un héroe.
Ahora, todos esos pensamientos se
desvanecen entre mis lágrimas; ahora solo queda el acto criminal que acabo de
cometer. Ahora, soy un asesino -pensé- alguien que está bastante lejos de ser
una buena persona, aunque diga que lucha por el pueblo, un héroe, pero muy
cerca de ser un villano.
La policía ha llegado. Los agentes
bajan del coche y empuñan sus pistolas, apuntándome. Sigo sentado en el suelo
con las manos en la cara, tapando mis ojos llorosos. Dos agentes me levantan
del suelo con rudeza; ya de pie, me seco las lágrimas antes de que me agarren
bruscamente de las manos, esposándome y llevándome al coche…